Daniel Tordera - Autor




Te Perdono

No había ni insultos encolerizados, ni platos rotos, ni portazos seguidos del silencio más absoluto. No había ninguna escena digna de película, de reality casposo o de novela de escritor venido a menos. Nos enfadábamos por alguna tontería –éramos muy cabezones– y dejábamos de hablar, el uno con el otro –éramos muy orgullosos.

No había ningún tema o causa recurrente en nuestros enfados, ni ninguna razón o acto grave. Tampoco nos enfadábamos de forma continua. Simplemente lo hacíamos y, cuando esto sucedía, pasábamos las horas sin hablar.

Sin embargo, el silencio no duraba más de dos días. El mecanismo que sucedía en mi mente era similar en cada una de estas ocasiones. Y cuando todo pasaba me preguntaba cómo podía cometer tantas veces el mismo error y, sobre todo, cómo lo hacía tras prometerme que a la siguiente vez estaría más alerta, que no dejaría que las diferencias llegasen tan lejos, que no permitiría que se crease una barrera invisible entre nosotros.

Siempre reflexionaba. Y la conclusión a la que llegaba era la misma siempre. Un día sin hablar con ella era un día perdido. Como si ese día no hubiese existido jamás en el calendario, como si el tiempo no hubiese sido vivido ni las experiencias añadidas a mi bagaje personal. Pensaba, a menudo en largos paseos tratando de despejar mi mente y de huir del vacío estridente que retumbaba en nuestro hogar, que el verdadero amor, el acto de valentía, es aquel en el que se ama a la otra persona con sus imperfecciones. Poco valor tiene un amor sin defectos, como podría ser el amor a Dios. Alguien que nos ama incondicionalmente sin importar lo que hagamos, alguien cuyo amor es perfecto. ¿Dónde queda ahí la humanidad? Era en esos momentos cuando solía recordar la cita de Camus –o no, nunca he estado del todo seguro que fuese él quien lo dijese– que decía que al encontrar y enamorarse de alguien se queda esperando a descubrir sus defectos para poder amarlos de la misma manera, con la misma intensidad.

Volvía a casa con las ideas más clara y la intención de romper ese silencio. También aquí siempre hacía lo mismo. Me acercaba donde ella estuviese, por lo general dibujando en su estudio, y me quedaba mirándola. Ella advertía mi presencia y levantaba la vista. Entonces, en el punto exacto cuando la expectación es máxima pero la impaciencia aún no ha aflorado, le decía:

–Venga, va. Te perdono.

Ella siempre saltaba.

–¿Cómo? ¿Qué me perdonas tú a mí?

Entonces nuestras carcajadas deshacían el silencio y todo quedaba olvidado.

Hoy, tres años después de su partida, doy gracias por todos esos días no perdidos.



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