Están en la flor de la vida.
Son cuatro amigos. Sentados en un banco de aquella sala vacía. Hablan a voces, sonríen, se divierten. Hacen bromas, gritan, sus palabras se mezclan en un completo desorden, cacofonía de sinsentidos.
En la mano de uno de ellos un móvil con un vídeo que contribuye a ese alboroto auditivo. De vez en cuando lo mira, lo enseña a alguno de los otros, señalan la pantalla, sus ojos se abren.
Otro de ellos se levanta, se mueve de un lado a otro, mira por la ventana, se acerca al grupo, gesticula con mucha intensidad, comenta algo inteligible, todos le ríen la gracia.
«Tengo hambre» dice uno. Se acerca a la máquina expendedora. «50 céntimos por un Kit-Kat ¡Esto no se ve todos los días!»
Raramente puede verse tanta energía, tanta vida concentrada, un domingo tan temprano.
En el quirófano su amigo se debate entre la vida y la muerte.
Uno de ellos cuenta otra anécdota de la noche anterior. Estallan las carcajadas.