Daniel Tordera - Autor




Rojo y Negro

Cuando se fue lo único que dejó atrás fue un libro.

“Stendhal, Rojo y Negro” rezaba en la portada sobre un fondo de lo que parecía ser una escena campestre dibujada por algún famoso artista francés del siglo diecinueve. Ni reconocía al pintor ni había leído nada de este supuesto escritor. Ella, en cierta ocasión, había mencionado ese nombre. Afirmaba que sufría el síndrome de Stendhal. Yo le preguntaba si aquello era contagioso y ella reía –siempre lograba arrancarle alguna carcajada gracias a, o a pesar de, mi ignorancia. Luego me daba un beso en la frente. “No seas bobo”, y me llevaba de la mano a la cama.

Nunca intenté llenar ese vacío que quedó entre nuestras sábanas con otra mujer –para mí habría sido un sacrilegio– pero sí que probé a hacerlo con botellas. Había noches que aquello se convertía en una auténtica orgía. Siempre con mayores de edad, eso sí, tenía especial predilección por el Macallan de dieciocho años. Pero cuanto más me hundía en los efluvios etílicos más acusaba su ausencia.

A veces releía la nota que había dejado escrita, asomando entre las páginas del libro. “Ojalá encuentres la inspiración que necesitas en este libro”. No me dejó por perdedor, sino por causa perdida. Ella decía que yo tenía una inteligencia y unas aptitudes innatas, pero que desperdiciaba mi tiempo en los placeres más simples. Como la típica historia del macarra de barrio con la señorita refinada y culta, pero con la diferencia de que no era el tipo quien le partía el corazón a la chica, más bien al contrario.

Durante meses no me atreví a leer ni una sola página del libro. Ya he dicho que no era muy aficionado a la lectura pero no era esta la razón de mi bloqueo. Era verlo y mis ojos se empañaban. Causa y efecto. Llegué a esconderlo debajo de la cama para que mi mirada, en los vaivenes descontrolados de la embriaguez, no lo encontrase.

Pero un día hablando con uno de los parroquianos –aquel que respondería al perfil de filósofo callejero– en aquel bar en el que solía cobijarme las noches que no soportaba la soledad, surgió el tema del libro. “Es una historia sobre las ambiciones de un chaval, Julien creo que se hace llamar, que lucha para salir de la pobreza en la que ha nacido”. Entendí entonces que ese era el mensaje que ella quería hacerme llegar con el libro. Su marcha no era una despedida definitiva, me había dejado la clave para poder volver a recuperarla. Para ser un hombre de provecho. O eso creí entender.

Resulta que al final el tal Julien es guillotinado. Comprendí entonces que eso era lo que ella había querido hacerme entender en realidad. Ahora, con veinte Prozacs nadando en mi estómago no puedo sino dejar de pensar que quizás ella también venga, coja mi cabeza y me dé besos en la frente.



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