Llegó en una tarde temprana de verano.
La casa le resultaba, al mismo tiempo, familiar y extraña. Delante del jardín, bajo la palmera, trató de asimilar este contraste de sensaciones. Había algo diferente. Llegó a la conclusión que no era el lugar el que había cambiado, sino él mismo.
Cruzó el patio, abrió la puerta. Dentro, la sala de estar en penumbra. Descorrió las cortinas, subió las persianas y abrió las ventanas. La luz se derramó por todos los rincones desbordando la estancia como al llenar la copa de un amigo al que hace demasiado que no vemos. Llevó a cabo, en fin, esa rutina que se hace al entrar en una casa que lleva mucho tiempo sin ser habitada –la misma serie de acciones necesarias cuando se abandona, pero a la inversa. Luego se dejó caer sobre uno de los sofás. Miró la funda, estaba vieja y descolorida. Levantó la cabeza y cerró los ojos. Al poco rato empezó a sentirse intranquilo.
Eran muchos años sin volver a sus raíces, muchos años sin ver el mar. Ahora la brisa volvía a acariciar su piel, filtrándose a través de las ventanas, a través, incluso, de las paredes, como si la naturaleza fuese capaz de franquear las barreras que el ser humano intenta imponerle. Sin embargo, sentía que ya no pertenecía ni a ese mar ni a esa brisa, sentía que ya no pertenecía a ninguna parte. Bienaventurados son el ermitaño en su cueva o el espíritu aventurero perdido en cualquiera de los siete mares, al poder despojarse de forma voluntaria –bien buscando la trascendencia o las nuevas experiencias– de toda necesidad de pertenecer a algún lugar. Pero aciagos tiempos vivimos cuando aquel que desea echar raíces se ve desposeído de toda posibilidad de elegir en qué tierra crecer y, por egoístas decisiones políticas de los más rastreros seres humanos, es obligado a emigrar de forma continuada para poder vivir. En este caso no es árbol, no son frutos ni flores en primavera, sino esqueje de esqueje de esqueje. Para él esta había sido una reflexión recurrente, pero también en su vida acabó llegando ese momento –de lucidez o de épica– en que había dejado de pensar y había pasado a la acción. Había vuelto a casa.
Se levantó y recorrió el largo trecho que separaba la sala de estar, a un extremo, de la cocina, al otro. El pasillo estaba flanqueado por las habitaciones de la familia. Las puertas cerradas se le asemejaban lápidas pesadas. No se atrevió a abrirlas. El héroe de la epopeya es valiente y decidido, en ocasiones impulsivo y agresivo, pero a veces también tiene miedo.
Al deshacer el camino andado, de vuelta al salón, sintió algo de vértigo. Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla para tratar de controlarlo. Entonces advirtió que no era la casa y sus recuerdos lo que le habían causado el mareo, sino él mismo. Miró al frente. El mar le tranquilizó. Al fondo, casi en el horizonte, un velero se descolgaba del cielo. Se quedó observando sus velas blancas. No sabía si iba o venía. “El verdadero viaje es el de vuelta, Odiseo”.
El héroe apoyado en la columna, exhausto, el mar de piedras y el desierto de agua, separados por una frontera de rocas, artificial barrera incapaz de contener a la naturaleza, el oasis con su palmera de hojas blancas al fondo, sin saber si partir o quedarse, o simplemente esperándole. Decidió ir a la escollera, ver el barco de más cerca.
Caminaba descalzo sobre las piedras pero sus pasos no dolían. Pisarlas le traía vagos recuerdos. Como reencontrarse con un ser querido tras un largo periodo de ausencia. Y sorprenderse al ver cuánto se ha ensañado el tiempo con su rostro. La piel se estropea cuando se moja, pero el paraguas no deja disfrutar del hermoso espectáculo. Llegó a la conclusión que no eran las piedras las que habían envejecido, sino él mismo.
Una vez en el rompeolas bailó sobre las rocas hasta llegar a uno de sus extremos. Se sentía ágil. El mar, el viento, la piedra, le despertaban poco a poco de su letargo. Solo faltaba el fuego para poder tener a todos los invitados aristotélicos en su mesa. Siempre se retrasa el comensal más importante.
Desde allí vio que el velero seguía igual de lejos que antes. Pensó que la distancia que les separaba era una metáfora de su inalcanzable fantasía de ser marinero. A menudo soñaba con la idea de hacerse a la mar. La lucha constante contra los cambios de humor de la naturaleza, el sentimiento de hermandad con los otros marinos, cantando shanties –unas veces melancólicos, otras animados– acompañados de ron y cerveza, de violín y acordeón. A veces pensaba que deseaba ser marinero solo por la posibilidad de pertenecer a algún lugar. Los árboles arrancados tan solo pueden pertenecer al mar donde unirse a sus hermanas las algas y cantar shanties submarinos. Ellas no necesitan raíces, todos los océanos les pertenecen. Otras veces creía que el barco era la excusa para poder regresar a casa tras años de viaje, divisar su isla allí en el horizonte y sentir su espíritu elevarse. Pero ahora ya había vuelto y no le dio mucha importancia a estos pensamientos.
Se sentó en la roca más alejada. El mar brindaba por su valentía y el héroe sonreía. Aquí era donde iba cuando tenía que tomar decisiones difíciles o cuando algún pensamiento peregrino amenazaba su calma. En una especie de ritual místico dejaba que la brisa, el agua y el salitre actuasen sobre el lienzo de su rostro. Entonces se miraba desde fuera y, aunque rara vez encontraba respuesta, la obra era de belleza tal que siempre conseguía apaciguar sus inquietudes. Luego acariciaba con la mirada las rocas buscando lapas y cangrejos. En esta ocasión el artista marino obró con la misma maestría que antaño pero en las rocas ya no había ni lapas ni cangrejos. Pensó entonces que no solo había envejecido él, sino que también las rocas lo habían hecho.
El sol escapaba por el foro y el telón de nubes oscuras y amenazantes bajaba. La función había terminado, la tormenta se anunciaba. Decidió que era un buen momento para regresar.
El cielo derramaba su sangre y de cuando en cuando dejaba ver sus arterias. Los cristales temblaban en otra muestra de las insuficientes barreras del ser humano. Tierra y mar, hombre y cielo.
Él leía a Basho bajo la tenue luz amarillenta de una bombilla que se esforzaba en desafiar las imposiciones de su propio fabricante –el clásico enfrentamiento con nuestro propio Creador. La edición bilingüe le permitía leer los viajes del poeta así como admirar su caligrafía original. Los trazos parecían tener vida propia, el verbo hecho carne. Así como el autor japonés se despide de todo al emprender su peregrinaje, sus viajes le habían enseñado a desprenderse de aquello innecesario para ser más liviano y poder recibir nuevos aprendizajes más elevados, las frutas de las ramas más altas. Sin embargo, había recorrido tantos lugares perdidos que sentía haber dejado ya el mundo. Con su último viaje, el de vuelta, esperaba poder liberar el lastre que le anclaba al fondo del océano y así, en la superficie, ser capaz de atisbar Ítaca. Mar, viento, piedra. Y el fuego se resistía a arder.
En uno de los pasajes de la obra, el poeta –peregrino– se estremece ante la tranquila hermosura del paisaje y escribe inspirado uno de sus haikús. Al leerlo, trató de imaginar, en fin, de conectar las sensaciones del autor con las suyas propias, de la misma forma que dos desconocidos –el héroe, Basho– tratan de entrelazar vivencias al encontrarse en un lugar ajeno a ambos –las sendas de Oku. Después sacó su pluma y, a su manera, escribió:
Pies en la arena:
“hola, mi viejo amigo”,
espuma blanca.
Releyó el poema con suma delicadeza. Le gustaba su pequeña creación. Esto elevó su ánimo. Decidió adentrarse en las habitaciones que no se había atrevido a abrir.
Giró el pomo de la más cercana a la sala de estar, cogió aire y empujó la lápida. La puerta se abrió con sorprendente facilidad. Esto le hizo pensar que no era la casa la que ofrecía resistencia, sino él mismo. Se preguntó cuántas veces había optado por la inacción ante un obstáculo difícil de mover sin ser consciente que ese obstáculo estaba únicamente dentro de él.
En la habitación una cama de colchón viejo –las casas de verano son los cementerios a donde los colchones, como elefantes moribundos, van a morir. Una silla, mesita de noche, estantería con unos pocos libros, nada especial. Como un espectáculo de magia en el que el Grand Finale resulta predecible y aplaudimos más por cortesía que por admiración.
La siguiente puerta tampoco escondía tesoro alguno. Empezó a sentirse decepcionado ya que esperaba encontrar, como en las grandes historias, cartas, fotografías, recuerdos importantes. Nada de eso, ni siquiera los juguetes de su infancia que alguien debió donar por falta de espacio o por puro altruismo. Se consoló al imaginar la felicidad que este gesto pudo traer a otros niños.
Al abrir la última de las habitaciones no vio nada. Mismo experimento, mismo resultado. La ciencia nunca falla. Sin embargo, al revisar los armarios encontró un viejo radiocasete con algunas cintas. Reconoció el aparato como suyo. Decidió llevar todo a la sala de estar, movido más por una curiosidad distraída que por la emoción del hallazgo. Le hubiese gustado que al cogerlo uno de los rayos iluminase la estancia en un efecto dramático, el punto álgido de la historia, pero no pasó nada especial, la lluvia seguía llamando a la ventana, el hombre seguía sin dejarle entrar.
Ya en el comedor lo enchufó y se sentó a examinar las cintas. Había algunas comerciales y otras grabadas que tenían el rótulo escrito de su propio puño y letra. Se sorprendió al no reconocer muchos de los artistas. Pensó en cuanto tiene que cambiar uno para olvidar sus propios gustos. Pensó, también, que el olvidar ciertos hechos, ciertas experiencias, era como nunca haberlos vivido. Al final llegó a la conclusión que esta era una de esas cargas de las que se había desprendido para poder emprender sus viajes. Pero seguía sin tener claro qué es lo que había aprendido a cambio.
Decidió poner una de sus cintas al azar. Las gaitas comenzaron a sonar en el fervor de uno de los temas. La música actuó como llave abriendo puertas desconocidas. Pocos segundos le bastaron para recordar la pieza musical, un clásico de la música celta que fundía melancolía con esperanza. Pocos segundos, para recordar como pertenecía a un álbum que su padre ponía con frecuencia en el coche cuando la familia salía de fin de semana o de vacaciones, uno de esos lazos paterno-filiales que el hijo lleva en su bagaje emocional hasta el final de sus días. Pocos segundos, para encontrarse cara a cara con su propio yo de once años, reconocerse en esa imagen de niño y descubrir todo aquello que había ido perdiendo en sus sucesivos viajes. Esa ilusión por la vida, esa curiosidad por el mundo, esa energía para perseguir sus sueños.
Fue entonces, con el canto de las gaitas y el lamento de la lluvia, esperanza y melancolía, cuando el héroe se dio cuenta de que al viajar se había desprendido no solo de lastre sino de esencia, de que sus aprendizajes habían llenado, en ocasiones, de sal allí donde debía haber sembrado semillas. Fue entonces cuando al fin vio que el viaje que necesitaba hacer era aquel del tiempo. No volver a un lugar físico sino a su propia infancia. Viajar a través de la eternidad para poder desprenderse de lo innecesario y así reaprender los principios de su existencia. Abonar la tierra, plantar el árbol, echar raíces. Mar, viento, piedra. Y fuego.